"Impresiones de una excursión a Igueste: Para D. Manuel L. Ramírez.
Son las tres de una tarde luminosa de mayo. El puerto, con su muelle abarrotado de mercancías y su tráfico intenso y cosmopolita, ofrece el animado aspecto de siempre. Hoy hay turistas. Un inmenso hormiguero humano, procedente de todos los puntos del Globo, se arremolina en torno a la marquesina donde espero el atraque a la escalinata del "trasatlántico" "Libertad", pequeño bote impulsado por un motorcillo que hace la travesía Santa Cruz-Igueste de San Andrés, a donde me dirijo. El ruido inconfundible de un motor en marcha me indica que el momento ha llegado, y, ágilmente, salto de la escalerilla al interior del bote, que emprende viaje seguidamente. A medida que el bote avanza, sorteando hábilmente multitud de embarcaciones a su paso, tratando de ganar lo más próximo posible a la costa la boca del puerto, siento una emoción intensa al ver desfilar ante mi vista todos estos lugares conocidísimos del interior de la bahía, que tantos recuerdos guardan de aquellos días felices de estudiantes de náutica, en que confiados soñábamos con una carrera que el Destino truncó luego. Desde las escalinatas de la marquesina, donde por primer vez hollé con mi planta tierra tinerfeña, y desde las cuales í*i el último adiós a más de un ser querido, por la línea de la costa hasta "María Jiménez", donde tantas veces nos bañáramos, todo son recuerdos inolvidables de una época que no ha de volver. A partir de la boca del puerto la costa es cada vez más recortada, y abrupta. Allá arriba, a muchos metros sobre el nivel del mar, a semejanza de una serpiente monstruosa empotrada en los altos riscos, bordeando espantosos abismos, en un juego asaz peligroso para la circulación, serpentea la carretera de San Andrés. A nuestra espalda, en la lejanía, centellean heridos por el sol los mástiles de los buques surtos en el puerto, y, más afuera, luce su figura esquelética la grúa del muelle. Todo lo demás que nos rodea pertenece a la superficie infinita del mar. El mar me emociona. Ha sido siempre mi debilidad y satisfecho respiro a pulmón lleno la brisa fresca que sopla del Nordeste. El bote pasa ahora frente a San Andrés y enseguida aparece a la vista, allá en la cima de un promontorio, la casita del Semáforo de Anaga, y un poco más abajo, en Ja ladera, el recinto blanco del cementerio de Igueste. Ganamos sucesivamente dos o tres recodos más de la costa, y, después de dejar en la Puntilla unos jornaleros de Almáciga, quedó el bote varado en la playa de Igueste. Apenas puse pie en tierra, ya me aguardaba allí mi buen amigo don Elías, que me hospedó en su casa y me sirvió de amable "cicerone" durante mi estancia en el pueblo.
EL VALLE DE IGUESTE:
El Valle de Igueste de San Andrés es una pequeña faja de tierra, en forma de cuña, aprisionada entre riscos que, a medida que avanza hacia la cumbre, va perdiendo anchura, quedando reducida arriba, en El Hornillo, al cauce de un barranco estrecho y profundo como un tajo. No obstante lo reducido del terreno, esta tierra de promisión, por su fertilidad y riqueza de productos, mantiene por sí sola una población harto numerosa. Cerca de mil personas que habitan unas doscientas casitas diseminadas por ambas márgenes de un profundo barranco, viven y se sustentan con lo que produce un reducido número de hectáreas de terreno accidentado, pero fértil. En Igueste he tenido ocasión de apreciar características únicas, que no se observan en ningún otro pueblo de Tenerife. Aquí, donde la tierra está repartidísima, se da el caso curioso de no existir propietario alguno de fuera, así como no hay personas realmente ricas ni tampoco verdaderos pobres de solemnidad. La mancha verde esmeralda de las plataneras ocupa la mayor parte de la tierra cultivable de Igueste, constituyendo su principal fuente de riqueza. El plátano iguestero goza en todos los mercados de una constante predilección, prefiriéndoles por su aroma y sabor delicado a los producidos en el resto de la isla. La poca tierra que deja libre la platanera está ocupada por batatas y otros plantíos, en reducidísimas proporciones, dado "o escaso del terreno. Con la sola excepción de los altos riscos, de una grandeza deprimente, aquí, en el Valle, iodo es pequeño y estrecho: Los cultivos, las casas, los linderos... Dos cosas me han llamado poderosamente la atención en Igueste; La arboleda reducida, pero integrada casi totalmente por magníficos ejemplares de mangos, anones, chirimoyas, cafetos, etc. Y el curiosísimo reparto de las aguas que durante todo el año discurren libremente por el cauce del barranco desde la cumbre hasta el mar. Estas aguas son propiedad del pueblo, y cada propietario tiene derecho a una cantidad en relación con el terreno que cultiva. Este curioso reparto nos puede dar una pequeña idea de las sanas costumbres de este pueblo, si se tiene en cuenta que todo él se hace por unas burdas atarjeas, casi naturales, sin arquillas contadoras ni vigilancia alguna cogiendo cada cual por su cuenta la cantidad de agua que le corresponde. En ella radica todo el secreto de la riqueza de Igueste, y es lástima que, por desunión, abandono, avaricia o lo que sea, no lo comprendan así sus habitantes. Estas aguas, abundantísimas en invierno, en verano y particularmente en los años secos, sufren mermas enormes hasta el punto de cubrir escasamente las necesidades del cultivo. Todo esto podría subsanarse en parte, encauzando las aguas desde la cumbre hasta ei pueblo, recogiendo así en la época de escasez la enorme cantidad que se pierde en los charcos y vericuetos del barranco. Dada la corta longitud, y que a la canalización habría de contribuir forzosamente todo el pueblo, la obra resultaría barata, siendo cuestión, más que de pesetas, de unión y buena voluntad.
UNA EXCURSION AL SEMAFORO:
Mi buen amigo don Elías, en su afán de hacerme lo más grata posible la estancia en el pueblo, me invitó a hacer una excursión- al Semáforo de Aliaga, donde ya de antemano nos tenía preparado un suculento almuerzo el digno jefe del mismo, señor López. Aceptada la oferta, emprendimos la marcha bajo las miradas curiosas de las muchachas del pueblo que, asustadizas, atisbaron nuestro paso detrás de las tapias y cercas del camino. "Enfilamos el sendero de la montaña, y, después de un rato de camino, estábamos junto ai cementerio que yo divisara días antes, en la ladera, desde el bote. Seguimos cuesta arriba la dura ascensión y una hora después llegábamos al Semáforo, pudiendo admirar desde estas alturas un panorama magnífico, que compensa con creces las fatigas del camino. El primer oficial- jefe del Semáforo nos recibió amablemente. Es un hombre simpático, que, además de una instrucción sólida, posee una facilidad de elocución natural, que le hace en extremo agradable. Ávidos de ver y de experimentar emociones nuevas, hemos recorrido en su compañía estas alturas, no sabiendo qué admirar más, si el variado colorido del panorama que se nos ofrece tierra adentro, teniendo al fondo al padre Teide, que allá, detrás de las cumbres de Güímar y La Esperanza asoma su testa encanecida y milenaria, o la belleza salvaje de estas costas y en particular del puerto natural, playa y cueva de Antequera, de una belleza sorprendente, sitos a corta distancia del Semáforo. Es tal la magnificencia del panorama que se ofrece a nuestra vista, que toda descripción resultaría pálida comparada con la realidad. Acosados por el sol y el cansancio del camino, regresamos a la casa donde saboreamos un apetitoso almuerzo, servido en un pequeño comedorcillo abierto al mar, y, después de recorrer las instalaciones del Semáforo, oyendo las concienzudas y pacientes explicaciones del señor López, en las últimas horas de la tarde nos hemos despedido del digno funcionario, altamente agradecidos por las deferencias y atenciones recibidas. Y llevándonos un grato recuerdo de esta excursión, emprendimos el regreso al pueblo. Con las últimas claridades del crepúsculo, entramos en el Valle. La bóveda diáfana del cielo se arquea por encima de estos riscos, luciendo sus incrustaciones de diamantes. Todo es silencio en el ambiente. Solamente turba la paz augusta de estos momentos el acompasado arrullo del mar." ¡Bendita quietud la del Valle de Igueste en este atardecer de mayo, lejos de los ruidos y de las algazaras, de los orgullos y de los rencores, de las luchas y de los prejuicios de la ciudad,... Deambulamos en las sombras. Nuestros pasos despiertan los ecos. Descendiendo hacia el Sur hemos llegado a la carretera en construcción. ¡La carretera ! El sueño dorado del pueblo de Igueste será pronto una realidad. Un día más o menos lejano, el trepidar de los motores y el grito agudo de las sirenas, turbarán para siempre la paz augusta de estas montañas, anunciando la llegada del progreso. Y, entonces, cuando ese día llegue, estas gentes sencillas, de tradicionales costumbres, podrán gozar de las indiscutibles ventajas y comodidades de la civilización actual, que lo transformará todo. Pero el intercambio con los de afuera relajará sus buenas costumbres, e Igueste perderá toda la bendita quietud, todo el encanto virginal que ahora tiene.
La Laguna, mayo de 1934"
La prensa, 24 de mayo de 1934.